miércoles, 29 de diciembre de 2010

Gran Nevada


La nieve de este parque, que está junto a mi casa, cayó en enero de 2010. No es frecuente que nieve en mi ciudad, así que cuando ocurre es para mi como una gran fiesta. Una especie de celebración. Supongo que es un sentimiento común ante un fenómeno que se produce de forma esporádica, pero eso no le resta singularidad: se trata de una página hermosa en  ese libro interior donde he ido recogiendo mis más profundas y permanentes emociones. La nieve, que es naturaleza,  me retrotrae a la infancia, a ciertos cuentos, a determinadas estampas y escenas donde no faltan seres fantásticos en los que, quizás, algunas vez creí.

Considero la infancia como el paraíso perdido. Un tiempo al que no puedo volver sino con los recuerdos, que son las fotos del alma. Y la nieve está ahí, real o soñada. Siempre blanca. Siempre fría. Siempre bella. Cubriendo los árboles de un edén inocente donde no había ni mancilla, ni culpa ni dolor. Creo en la máxima de que hay que vivir el presente, pero cuando alguna vez me permito retornar al pretérito, mis pasos hacia atrás se detienen en los días tranquilos y felices de aquellos primeros años, aquéllos en que todo sucedía con lentitud y sencillez, ajeno a la verdad rotunda de que ya era un ser mortal abocado a la finitud y a la desaparición  total y completa.

Me gustaría que al final de mi existencia, cuando esté situada ya en la delgada línea que me separa de la muerte, después de haber leido tantos libros, de haber viajado, de haber visto tantos paisajes, de haber besado tantas veces, de haberme ilusionado y decepcionado, de haber reído y llorado, hubiese alcanzado yo la aparente serenidad de la nieve. Su tranquila respiración. Su simple blancura, sinónimo de ecuanimidad. Y que, sin renunciar a mi vida, mi mente se quedara en blanco, como limpia y nueva, preparada para un viaje hacia no sé qué estrellas que desconozco.

Otro día hablaré de las estrellas.