martes, 18 de enero de 2011

El sabor de las Estrellas

Este cuadrito, donde figura el sol sobre la linea del horizonte en un sencillo motivo marino, fue una de mis primeras obras pictóricas, por llamarlas de algún modo siendo como soy una pintora aficionada. Lo he elegido para ilustrar este post  porque como hablaré de estrellas, qué mejor que empezar fijándonos en la que alimenta la vida en la tierra.
Nuestro sol es una estrella de magnitud más bien pequeña si la comparamos con otras del universo conocido. Dentro de miles de millones de años dejará de ser lo que es y viene siendo miles de millones de años atras en el tiempo y perderá su esplendor y su capacidad calórica. Primero se convertirá en una "gigante roja", aumentando su tamaño y la actividad de su núcleo. Más tarde, cuando sus fuentes de combustión, el hidrógeno y el helio, se hayan agotado, pasará a ser una "enana blanca", una estrella muerta reducida a carbono. Muy lejos, en otras galaxias, habrán ido estallando otras estrellas más grandes, "supernovas" cuyo material se dispersará en el cosmos para volver a formar quizás otras estrellas e iniciar un nuevo ciclo. ¿Quién sabe que habrá sido de la especie humana para cuando estas cosas sucedan?
Todo esto lo he leido, lo he escuchado con atención en algún documental, pero desde mucho antes he tenido una vocación estrellera. De niña, me fascinaba la luna, que no es una estrella, pero sí algo que mágicamente brillaba en el cielo, aunque no fuera con su propia luz. Usando un lenguaje infantil -el de quien aún no sabe hablar bien- la denominaba Ananú y gustaba de quedarme contemplando su redondez cuando estaba en fase llena y admirar su misteriosa blancura. Después busqué más y hallé incontables puntos luminosos en el inmenso tejido del firmamento. Hay una estrella, creo que es Sirio, que resplandece con especial intensidad en las noches claras de verano. La he incluido en algunos de mis poemas y tiene mucho significado para mi. Se diría  que me observa.
No sé. Quizás tengo la querencia del cielo por incertidumbre, o por respetuoso temor, siendo yo tan insignificante y pequeña. Tal vez, como hay estrellas por miles, igual que en la playa hay miles de granos de arena, cada cual tengamos una estrella, una que parece mirarnos desde su lejano trono haciendo como de ángel de la guarda o de gran ojo que nos vigila y acompaña en nuestro viaje terrestre. Esto es una licencia poética, pero resulta hermosa. Y si de este modo se siente, nadie puede arrebatarnos su verdad.
Realmente, estamos solos ante la última e insoslayable verdad que supone nuestra personal aniquilación. Y sobre ello se sustentan todas nuestras hipótesis y fantasías. Y también nuestros miedos. Quizás yo he revestido de inocente belleza el mareo que en mi mente se produce cuando pienso en años luz, cuando trato de encontrar en el cielo nocturno un límite que no veo, cuando me pierdo contando las lucecitas que parecen guiñarme a lo lejos y en lo alto y me pregunto qué soy ante tamaña inmensidad. No soy religiosa, pero sí espiritual. Y de alguna romántica manera he creado un vínculo, una especie de cordón umbilical que me une a esa estrella preferida y, al fin, a ese enorme útero que es el universo y del cual venimos y al que volveremos algún día.
Ninguna energía desaparece sino que se transforma. Eso pasará con nuestra piel y con nuestros huesos. Leí en algún libro de Carl Sagan que nuestras uñas están hechas de la misma materia que las estrellas. Muerdo una uña mía y la saboreo. Sabe a estrella. De alguna forma me ilumino. En cierto modo vuelvo a casa. Aunque resulte extraño, mis afllicciones de mortal parecen difuminarse un poco y el poder de mi mente se multiplica. Vuelo. Pienso que sólo soy un instante en el decurso del tiempo cósmico y mi miedo se desvanece y los asuntos cotidianos se minimizan. El sentido de la vida y de la muerte dejan de tener sentido. Me distancio de cualquier dolor o contratiempo. Soy libre.
¿Estoy más cerca de la serenidad?
Otro día hablaré de la lluvia.

miércoles, 29 de diciembre de 2010

Gran Nevada


La nieve de este parque, que está junto a mi casa, cayó en enero de 2010. No es frecuente que nieve en mi ciudad, así que cuando ocurre es para mi como una gran fiesta. Una especie de celebración. Supongo que es un sentimiento común ante un fenómeno que se produce de forma esporádica, pero eso no le resta singularidad: se trata de una página hermosa en  ese libro interior donde he ido recogiendo mis más profundas y permanentes emociones. La nieve, que es naturaleza,  me retrotrae a la infancia, a ciertos cuentos, a determinadas estampas y escenas donde no faltan seres fantásticos en los que, quizás, algunas vez creí.

Considero la infancia como el paraíso perdido. Un tiempo al que no puedo volver sino con los recuerdos, que son las fotos del alma. Y la nieve está ahí, real o soñada. Siempre blanca. Siempre fría. Siempre bella. Cubriendo los árboles de un edén inocente donde no había ni mancilla, ni culpa ni dolor. Creo en la máxima de que hay que vivir el presente, pero cuando alguna vez me permito retornar al pretérito, mis pasos hacia atrás se detienen en los días tranquilos y felices de aquellos primeros años, aquéllos en que todo sucedía con lentitud y sencillez, ajeno a la verdad rotunda de que ya era un ser mortal abocado a la finitud y a la desaparición  total y completa.

Me gustaría que al final de mi existencia, cuando esté situada ya en la delgada línea que me separa de la muerte, después de haber leido tantos libros, de haber viajado, de haber visto tantos paisajes, de haber besado tantas veces, de haberme ilusionado y decepcionado, de haber reído y llorado, hubiese alcanzado yo la aparente serenidad de la nieve. Su tranquila respiración. Su simple blancura, sinónimo de ecuanimidad. Y que, sin renunciar a mi vida, mi mente se quedara en blanco, como limpia y nueva, preparada para un viaje hacia no sé qué estrellas que desconozco.

Otro día hablaré de las estrellas.